Damaris Disner / rotativoenlinea.com
Hace años cuando ya era el momento de estudiar la licenciatura, pensaba matricularme en Filosofía y Letras, mi madre dijo que moriría de hambre. Claro, esa expresión causó una breve discusión familiar ya que mi padre era pintor y el orgullo de buen proveedor fue herido.
También deseaba cursar Diseño Gráfico, pero entre la incertidumbre de elegir una carrera que me gustara y lograra terminar por las vicisitudes económicas que a veces se asomaban, elegí estudiar la carrera de Ciencias de la Comunicación, porque a mi parecer reunía cualidades de ambas vocaciones: la de reflexionar y escribir.
Ahora, que mis caminos se han inclinado más hacia la escritura de manera profesional e intento cursar los talleres, seminarios y diplomados que estén a mi alcance me encuentro motivada con el de Mediación Lectora que el Fondo de Cultura Económica oferta y con valor curricular por la UAM, unidad Xochimilco, donde tengo la oportunidad de conocer los diez derechos del lector de Daniel Pennac, los cuales desconocía, aunque indudablemente he ejercido infinidad de veces. Aquí van dos, acompañados de una breve experiencia que hace resonancia con la propuesta.
El derecho a no
terminar el libro
Nuestra parte de noche de Mariana Enríquez, es un libro que un amigo escritor me envío de regalo desde Ciudad de México, me lo recomendó tanto porque insistía que era imprescindible en mi formación literaria. El libro de 667 páginas de la escritora argentina y ganadora del Premio Herralde de Novela, sigue siendo una tentación en mi librero. La reseña en la contraportada nos adelanta que entre sus páginas encontraremos intriga, sectas oscuras, militancia política pero también espirituales. El terror sobrenatural no es mayor que el real, advierten. Tal vez mis 15 años en un colegio de religiosas en el pueblo donde crecí, mi sensibilidad ante ciertos fenómenos naturales que contradicen a la lógica, me hicieron abandonarlo en la tercera página. Ahora, lo tengo de nuevo en mi mesa de estudio. Tentador a adentrarme en sus páginas para comprobar la fuerza de “una narradora oscura, minuciosa, terrible y cautivadora”, según describe Javier Calvo. Creo que también practicaré el derecho de hojear que nos propone Pennac y paso a paso, posiblemente, terminaré por leerlo y hasta releerlo, no sin antes domar a mi espíritu de autocensura.
El derecho a releer
Y justo este derecho, el de la relectura, lo he aplicado para el Diario de Ana Frank, que en la adolescencia despertó mi impronta lectora, el que me deslumbró por mostrarme el horror de la guerra, pero también la posibilidad que nos ofrece la escritura de convertirse, a menudo, en el único refugio seguro ante la incertidumbre. Un libro que llegó a mí a través de la colección particular de mi padre, a quien le debo ser el primero en inspirarme en el camino creativo. He releído el Diario en determinadas etapas de mi vida y con diversas editoriales. Es sorprendente lo que descubro. Fragmentos que antes me pasaban desapercibidos ahora tienen otro significante, o bien lo retomo para trabajar la intertextualidad en textos que escribo como los de minificción.
El breve viaje que me ofreció el escritor y docente francés, Daniel Pennac, me reconectó con la libertad que es inherente al arte. Cuando estamos atentas al vuelo personal para hallar las mejores islas con el objetivo de abastecernos de aprendizaje siempre hallaremos a otros viajeros, viajeras, que nos motivarán a no cansarnos porque entre isla e isla vamos siendo comunidad lectora.